Pentecostés era una de las tres grandes fiestas judías; muchos israelitas peregrinaban a Jerusalén en esos días para adorar a Dios en el Templo. Se celebraba cincuenta días después de la Pascua. La venida del Espíritu Santo en el día de Pentecostés no fue un hecho aislado en la vida de la Iglesia. El Paráclito la santifica continuamente : también
santifica cada alma a través de innumerables inspiraciones que son “todos los atractivos, movimientos, reproches y remordimientos interiores, luces y conocimientos que Dios obra en nosotros, previniendo nuestro corazón con sus bendiciones, por su cuidado y amor paternal, a fin de despertarnos, movernos, empujarnos y atraernos a las santas virtudes, al amor celestial, a las buenas resoluciones; en una palabra, a todo cuanto nos encamina a nuestra vida eterna”. Su actuación en el alma es suave, y apacible, viene a salvar, a curar, a iluminar.
Como creyentes en el Espíritu Santo, tenemos el dulce deber de anunciar que Cristo a muerto y resucitado para nuestra salvación. De la misma manera nos vemos necesitados de pedirle frecuentemente que lave lo que está manchado, riegue lo que es árido, cure lo que está enfermo, encienda lo que es tibio, enderece lo torcido. Porque conocemos bien que en nuestro interior hay manchas y partes que no dan todo el fruto que debieran porque están secas, y partes enfermas, y tibieza, y también pequeños extravíos que es preciso enderezar.
Es necesario también pedir una mayor docilidad que nos lleve a acoger las inspiraciones y mociones del Paráclito con un corazón puro. El Espíritu Santo nos mueve a la oración, a la lectura de la Biblia, a meditar una verdad de fe. El actúa sin cesar en nuestra alma. Es el Espíritu Santo quien nos impulsa suavemente al sacramento de la reconciliación para confesar nuestros pecados, a levantar el corazón a Dios, a emprender una buena obra, a dar un consejo sabio.
Acostumbrémonos a frecuentar al Espíritu Santo que es quien nos ha de santificar, a confiar en El, a pedir
su ayuda, a sentirlo más cerca de nosotros. Así se irá agrandando nuestro corazón, tendremos más ansias de
amar a Dios y por El, a todas las criaturas.
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